sábado, 3 de marzo de 2007

Requiescat


“La noche de Watford.
En fláshes.
Años.

Años después.
Una noche con su propia senda.
Con sus propias derivaciones.
La noche de Watford aprendí a qué sabe el sabor de vainilla.
Y a qué sabe el chocolate amargo.


El trayecto se hizo largo, larguísimo, porque a pesar de que habíamos quedado en las cercanías de Kingsbury con nuestro Introductor, los tres nos dirigimos a recoger a la otra pareja que vivía en Eascote.
No podíamos revelar en ningún momento nuestra identidad real y tampoco nuestro nombre.
Obviamente se percibía que nuestro inglés no se correspondía ni de lejos con el unos nativos, por lo cual, después, supe, sí hubo preguntas indirectas relacionadas con intentar conocer nuestro origen.
La pareja que recogimos en Eastcote tampoco era inglesa.
No puedo aseverar si pudieran ser australianos, irlandeses ó americanos.

Eran algo mayores que nosotros y destilaban un aire de exquisita elegancia en su conducta.

Cuando llegamos a Watford tuvimos que esperar a que nuestro Introductor pudiera recibir una determinada llamada en su móvil : en ese momento, percibí que la ceremoniosidad podía ser un tanto excesivamente teatralizada, pero no pude emitir ningún juicio valorativo porque la mujer que como pareja me acompañaba estaba sumida en un océano de intriga que, a su vez, la imposibilitaba para opinar objetivamente sobre lo que sucedía.

La llamada al final llegó, y al rato, caminamos los cinco entre las calles hasta llegar a una especie de repecho con el clásico paisaje urbanístico de esas afueras de Londres. Un silencio espeso amenizaba la situación. En ese momento, formulé algo a mi pareja, no recuerdo el comentario; sí recuerdo que la mujer de la otra pareja sonrió, quizá, por presuponernos hispanos, españoles.

Caminamos un poco más, hasta que llegamos.

El Introductor nos indicó que esperásemos en el descansillo de una casa unifamiliar con aspecto de los años 60 : ya era de noche, y el nerviosismo más evidente en la cara de mi pareja nos sentenciaba como aparentes noveles en semejante situación.

En ese momento percibí que la otra pareja también anhelaba una cierta dosis de normalidad comunicativa : pero no llegué a vislumbrar el grado de hastío que nos ocasionaba el silencio del Introductor.

Nuestra sorpresa fue cuando la puerta se abrió : nos recibió directamente una mujer de unos 45 años, con aspecto agradable, amable, y con la deferencia de hablarnos lentamente para que nosotros pudiésemos entenderla. Con apariencia británica, bien podría tratarse de una cuidada dependienta de unos grandes almacenes, ó de una perfumería. Nada apolínea, nada extravagante. Con un atuendo de normalidad absoluta y sin ningún detalle que ilustrara una ceremoniosidad plástica.


Acto seguido, la mujer despidió en la misma puerta al Introductor, que despidiéndose de nosotros lacónicamente con un “Buenas Noches- Good Night”, se fue inmediatamente y nos dejó en la antesala de la casa.

Le vimos alejarse sin sospechar que jamás volveríamos a vernos y que jamás hubiera deseado experimentar ese trance.

Una vez dentro, la mujer nos dio respectivamente a las dos parejas sendas tarjetas de Taxi, por si decidiésemos necesitarla en cualquier instante.

El hombre de la otra pareja y yo mismo nos quedamos mirándonos durante un breve segundo y comprendimos que lo que con ello se nos comunicaba era un doble mensaje : quien lea estas líneas, comprenderá lo que ello implica en sí.

No se oía ni un ruido.
Ni una voz.

Cuando avanzamos al interior de la casa pude percibir que aquella casa no era una casa en la que viviera nadie : debía tratarse de una casa alquilada con tal ocasión. Mi memoria me engaña -o quizá no desea rebuscar los detalles en la amnistía del olvido- pero recuerdo una sensación de humedad, de olor a casa cerrada, no fría, pero desde luego no acogedora. El mobiliario era mínimo, y con aspecto de muy circunstancial.

La mujer nos hizo entrar en el equivalente a un salón y nos invitó a ponernos cómodos.
Desapareció unos breves instantes y ambas parejas comenzamos a musitar comentarios entre todos.

Pasaron unos breves minutos.

Dibujamos una especie de difusa y no cosanguínea complicidad cuando, inesperadamente, sin contar con ello, y desafiando a la razones de la lógica, todos sufrimos un mayúsculo susto cuando de detrás de una de las cómodas apareció súbita y vertiginosamente un gato.

Musitamos alguna expresión de susto y rompimos a reirnos los cuatro.
Ellas, nuestras parejas, se sintieron aliviadas al poder descargar la tensión implícita.

Y estábamos todavía recuperándonos cuando la mujer de 45 años apareció con una silueta, con una figura humana al lado.
Silueta y figura enfundada en una especie de túnica oscura , con una capucha y con un calzado que impedía ver sus pies ó sus pantorrillas.

La mujer se dirigió hacia la figura, y le musitó :

“- You´re not allowed to be introduced to them ; they will decide upon, should they wish being introduced to you.”

Y cuando nosotros aún estábamos intentando descifrar las palabras asociadas, la silueta y figura humana asintió en silencio.

Mi pareja tenía en aquel entonces un mayor dominio de la lengua inglesa : por ello, se me acercó y repitió estrictamente en voz muy baja lo que había escuchado ; al reproducirlo, pude percibir su inquietud anhelante en la mirada.

Desaparecieron.
La mujer y la figura humana.

Todos permanecimos en silencio.

El susto previo y la súbita aparición de tan enigmático dúo nos hizo sucumbir en el silencio de quien no sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurre, qué es lo que observa.


No mucho rato después regresó de nuevo la mujer de 45 años.
Con bebidas y snacks en una bandeja.
Que dejó sobre una mesa, para a continuación -siempre amable, agradable, siempre educada-, desaparecer.
Por alguna extraña razón sentí prudencia y escepticismo de aceptar su invitación.

El cerebro dibuja en ocasiones riesgos y peligros ilógicos. No tenía sentido que nos drogaran ó que desearan envenenarnos; consecuentemente, pudo más el apetito latente y compartimos con nuestra pareja aquel improvisado aperitivo.

Hubiera deseado compartir algunas palabras con tan amable pero enigmática mujer. Ambas parejas, en cierto modo, atesorábamos un grado de inquietud entremezclada con un grado de expectativa no exenta de agridulce elucubración.

Cuando nos dejó comenzamos a hablar entre los cuatro, pero sabíamos que la advertencia de no formular preguntas personales no había sido vana : una norma pactada de antemano con el Introductor había consistido en que cualquiera podría marcharse en el momento en el que la incomodidad le invadiera. Por ello comprendimos el que previamente nos hubieran facilitado la tarjeta plastificada con el número de servicio de taxi.

La Intriga no pudo madurar mucho más.
No pasó mucho tiempo.
Apenas veinte minutos, media hora.
Media hora para que se quedaran incrustados los hechos entre los pliegues y los recovecos de la orografía de mi memoria .

Todo ocurrió rápido.
Como si se tratara de un ritual.
Porque una hora después, asistí, junto a otras tres personas, al más cruel, al más intenso, al más torturante y despiadado castigo que jamás en mi vida hubiera pretendido presenciar.

La noche de Watford posibilitó un caleidoscopio de aromas, olores, llantos y estigmas.
Visionar no es sentir.
Sin embargo, y en ocasiones, la óptica del dolor se percibe diáfanamente y permite atisbar cuál es el umbral : el umbral del cual nunca has de pasar.

Aquella noche me cambió el espectro de lo que presuponía que era el matrimonio del Dominio con la Severidad.
Y cambió el criterio, la noche de Watford, de dónde residen los límites de la frustración y de lo patológico ; de dónde residen los límites de lo snuff con el sadismo.
Dónde residen los límites, en suma, de lo que contradictoriamente ansiamos y de lo que creemos que nunca llegaríamos a ejercer.

Caleidoscopio visual.
Olfativo.
Sonoro.
En mi memoria.
Un caleidoscopio ambivalente.
Sangre, sándalo : como palabras del ángulo amable.
Sin cláusulas, sin palabras de seguridad.

Lo que nunca llegaríamos a ejercer, lo que nunca pensamos que podríamos llegar a contemplar.

Nunca nos planteamos con dosis de realidad estas cuestiones, hasta que ocurren.

El dolor puede sustituir a la humillación.
La humillación puede hacerlo con el dolor.
Cuando vienen acompañadas ambas, es difícil paralizar la inercia retroalimentadora de la una con la otra.

Desde la noche de Watford no comulgo con las enseñanzas cognitivas sobre lo que son los dictámenes de la severidad ni de las leyes tácitas del ámbito extremo.

Fundamenté un mayor grado de autoconocimiento, una más nítida percepción sobre la Vivencia BDSM y sobre su influencia psíquica en las personas.

La noche a la que asistí al más cruel, al más intenso, al más torturante y despiadado castigo que jamás en mi vida hubiera pretendido presenciar, fue una noche en la que se ancló en mi observación algo que siempre pude hasta entonces haber intuido, pero no corroborado : la mayor Sanción, el más intenso Castigo, es el que una Mujer ejerce sobre otra Mujer.”


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El Pasadizo Oculto.